El Estado de la Ciudad del Vaticano -el país más pequeño del mundo- está sostenido por una gran estructura milenaria diseñada para mantenerse intacta. Ha perfeccionado el arte de sobrevivir a emperadores, guerras y revoluciones. Su diplomacia, su economía, sus alianzas internas y sus pactos con el mundo responden a una lógica que atraviesa pontífices y coyunturas. El papa Francisco lo entendió muy bien. 

Por eso, el argentino intentó durante doce años tensar los hilos más duros de este sistema eclesiástico. Buscó abrir la Iglesia sin partirla. Su muerte deja expuesta una certeza: no fue un reformador ingenuo. Fue un líder político que comprendió que, no hay transformación posible, si el sistema prefiere defenderse en vez de escucharse. 

Desde el principio Bergoglio incomodó porque hizo lo que nadie esperaba: mostrar que se podía ejercer el poder sin pompas, sin tronos, ni estridencias pero, sobre todo, sin esconder la fragilidad. Su papado fue una tensión permanente entre lo que intentó hacer y lo que el aparato le permitía. Entre lo que urgía y lo que le habilitaban. Avanzó. Retrocedió. Aguantó. 

En este contexto tuvo que elegir muy bien qué batallas dar. 

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El jesuita de las villas no venía a ciegas. Conocía cada detalle de la estructura a la que iba a enfrentarse. No llegó para improvisar sino con una astuta estrategia. Comprendía realmente el poder. Por eso eligió la periferia como centro, la pobreza como eje y el “olor a oveja” como emblema. Busco que la Iglesia salga a la calle.

Apenas ocupó su lugar, intentó que la organización milenaria salga de su rol institucional y silencioso, y que encarne un compromiso social activo y visible. Que sea una fuerza transformadora que sacuda la indiferencia, que se haga presente en la lucha por la justicia social y por la dignidad humana. Una Iglesia que no tenga miedo de “hacer lío”. En otras palabras: que no tema incomodar.

Desde el primer momento, Francisco supo que no lo dejarían avanzar demasiado. 

El dilema que atravesó su papado consistió en que sus intervenciones, nunca fueron suficientes. Ni para los que esperaban reformas concretas. Ni para los que querían que nada cambie. Esa tensión constante lo llevó a buscar un fino equilibrio entre avanzar sin romper, reformar sin traicionar y dar señales sin volverse un hereje. 

En estos doce años no hubo ruptura doctrinal. Pero sí una transformación cultural profunda. Un desplazamiento en el centro de gravedad eclesial. Ya no Roma. Ya no Europa. Sino el mundo olvidado, roto y desigual. Esa fue su Iglesia: la de “todos, todos, todos”. La del diálogo con el islam, el judaísmo, los pueblos originarios. La del perdón sin condiciones. La de la Tierra como casa común. La de la política como servicio.

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En Lampedusa en 2013, cuando Francisco apenas iniciaba, improvisó una misa entre ataúdes de inmigrantes africanos. Habló de la indiferencia como pecado estructural y expresó: “Nos hemos olvidado de cómo llorar”. No era poesía. Era una grave denuncia pero también era política. El Papa estaba señalando al norte global, a la Europa blindada, pero también al Vaticano con su muro de indiferencia y su opulencia.

Aunque lo intentó, no fue el Papa de los grandes cambios. Pero sí el único que se animó a nombrar lo innombrable. Que puso en palabras el dolor de quienes siempre quedaron afuera. Y en esa elección, se ganó enemigos incluso dentro de su propia casa. El poder clerical más arraigado nunca le perdonó que pusiera la misericordia por encima de la ley. Que prefiriera los gestos a los dogmas. 

Lo que Francisco sacó a la luz es que, el problema no es solo lo que la Iglesia no permite, sino lo que no quiere mirar. No fue el Papa de las reformas. Fue el Papa de las grietas expuestas. Su palabra predilecta no fue “cambio”. Fue “misericordia”. 

El argentino se fue sin haber consagrado mujeres, sin haber logrado abrir del todo las puertas a los excluidos y sin haber limpiado a fondo la mugre interna. Pero deja la incomodidad y la certeza de que las reformas -que aggiornen la Iglesia al mundo actual- no alcanzan cuando las estructuras están hechas para que nada se mueva.

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Se fue Francisco. El hombre que supo que lo sagrado no está en la institución, sino en el gesto de romper el molde. El que entendió que el poder sin compasión es solo ornamento. Y que la fe sin preguntas, es un dogma vacío. Su mayor acto de rebeldía ya está escrito: la verdadera Iglesia es la que abraza, no la que señala.

Se fue Francisco. Un Papa mucho más grande que los muros que intentaron contenerlo.