Estas Pascuas 2025 llegaron con postales atípicas. El 10 de abril en la basílica de San Pedro el Papa Francisco se dejó ver en silla de ruedas con una camiseta blanca, pantalones oscuros y un poncho, mientras observaba los trabajos de restauración y rezaba en la tumba de Pío X. Se fue abriendo paso entre los fieles que al verlo no podían evitar emocionarse. Estaba sin las cánulas de oxígeno, pero su respiración sonaba fatigada. 

No fue una aparición protocolar: fue un mensaje político. Un gesto papal en tiempos inciertos.

Con 88 años, una doble neumonía que lo tuvo 38 días internado y un estado de salud que exigía cuidados demasiado estrictos, Jorge Bergoglio se mostraba más frágil físicamente, pero tan lúcido como siempre. A pesar de en estar pleno proceso de rehabilitación, con respiración asistida residual y sesiones diarias de fisioterapia, el pontífice no se limitó a resistir: desafiaba.

Con cada carraspeo suyo los conservadores empujaban la idea de cónclave. Pero Francisco no se inmutaba: respondía con acciones.

Delegó las celebraciones litúrgicas más exigentes de Semana Santa, pero escribió personalmente las meditaciones del Vía Crucis. Y sorprendió el domingo al recorrer la plaza de San Pedro en el papa móvil durante varios minutos e incluso detener el vehículo para bendecir a algunos niños, a pesar de que se le notaba la dificultad en los movimientos. Fue su útimo acto: falleció horas después.

Antes de morir, llegó a poner en marcha una reforma polémica: limitar la acumulación de intenciones pagadas en misa, una práctica que en algunos lugares rozaba el abuso económico. 

El mensaje era claro: aún convaleciente, el Papa era quien gobernaba. Hasta el último suspiro.

Cambia, todo cambia

Doce años después de su elección, el pontificado de Francisco se mostraba más vigente -y más disputado- que nunca. Reformista, sí. Ingenuo, no. Desde el principio el argentino entendió que para cambiar la Iglesia había que tocar estructuras. Y lo hizo en lo doctrinal, lo simbólico, lo pastoral y lo político.

El papa Francisco volvió a salir de su residencia en el Vaticano, donde se recupera de una fuerte infección respiratoria que le mantuvo 38 días hospitalizado (Efe).

En octubre de 2023 convocó un Sínodo inédito –un hito en la historia de la Iglesia Católica– por su participación de laicos, mujeres y no obispos. Impulsó una “Iglesia sinodal”, más democrática y abierta. Tocó temas tabú como el diaconado femenino, el celibato opcional, el acceso a los sacramentos de personas LGBT+, y sobre todo, el poder. 

No el poder político externo –que también ha confrontado– sino el poder interno de la Iglesia: quién decide, quién interpreta la doctrina, quién representa, quién queda adentro y quién afuera. La sinodalidad no es solo un gesto pastoral. En esencia, es una redistribución de poder en una institución acostumbrada a funcionar con lógica vertical, clerical y patriarcal.

Eso es lo que más incomoda a sus detractores. Porque no se trata solo de los temas que puso sobre la mesa, sino de a quiénes sentaba en esa mesa. El Papa propuso una Iglesia con más voces, más periferias, más escucha. Para los sectores más conservadores, eso era dinamita. Lo veían como una amenaza al orden instituido, una erosión del monopolio jerárquico que históricamente definió el rumbo de Roma.

Francisco no estaba simplemente tocando temas espinosos. Decía –con gestos y decisiones– que el poder en la Iglesia debe ser compartido, escuchado y revisado. Y eso, para muchos sectores, es inadmisible. No es casual que una parte importante de la curia lo mirara con recelo. Tampoco que hubiera sacerdotes que rezaran por su muerte, como hace un tiempo reconoció Bergoglio al periodista Marco Politi.

La resistencia y la pregunta

La resistencia conservadora no es marginal ni silenciosa. Es organizada, tiene recursos y agenda. 

En Estados Unidos, con apoyo del Partido Republicano y antiguos enemigos como Donald Trump y Steve Bannon, se promueve un “reseteo doctrinal” porque se veía en Francisco un hereje. En África, más de 700 obispos firmaron su rechazo a la declaración Fiducia Supplicans, que permite bendecir parejas homosexuales. En Roma, grupos conservadores denunciaban que el proceso sinodal es una estrategia encubierta para cambiar la estructura de poder de la Iglesia desde adentro. 

El papa Francisco recibió en el Vaticano, en una visita sorpresa, a los reyes británicos Carlos III (i) y Camila (Efe).

El obispo de Roma sabía que su tiempo no era infinito. Por eso jugó con pragmatismo y visión de largo plazo. 

Los cardenales –menores de 80 años– son los encargados de elegir ahora al próximo pontífice. Por ello, Bergoglio se encargó de nombrar –hasta el 21 de diciembre de 2024– a 136 nuevos cardenales. Esto representa el 79 por ciento de los electores actuales. Muchos de ellos son considerados renovadores. Por lo que se espera que implementen sus planes de reforma. Además, reforzó las periferias geográficas incorporando al cuerpo cardenalicio más integrantes de Asia, África y América Latina.

Designó al argentino Víctor Manuel “Tucho” Fernández como prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el puesto que supo ocupar Ratzinger. Es el más antiguo de los dicasterios de la curia romana –uno de los más relevantes– y el que se encarga de defender y promulgar la doctrina católica. Francisco también extendió el mandato de los líderes del cuerpo que organizará el próximo cónclave. Éste cuenta con capacidad para influir en la elección del  sucesor del pontífice fallecido este lunes.

La pregunta es si todas estas medidas alcanzarán para garantizar la continuidad de su proyecto. No está claro. Francisco modificó el equilibrio interno, pero no logró quebrar del todo la lógica del Vaticano: una estructura vertical, patriarcal y esencialmente conservadora. 

El papa visitó una cárcel romana por Jueves Santo durante su convalecencia (Efe).

A su favor, tuvo la construcción de una nueva narrativa. La cual propone una Iglesia de “puertas abiertas”, que no juzga sino que acompaña. Que habla de misericordia en vez de exclusión. Y que, como escribió en “Fratelli tutti” –su tercera encíclica publicada en octubre de 2020– la propiedad privada no es un derecho absoluto y la dignidad de los pobres está por encima del mercado. 

Pero esa misma narrativa, que interpela al mundo desde la compasión y la justicia social, es leída por el ala conservadora como una revolución. Una desviación peligrosa del orden instituido.

Lo cierto es que en estas Pascuas el Papa Francisco todavía estuvo presente. El interrogante es ahora, que llegó el momento de su despedida, si la Iglesia está lista para continuar con el rumbo que él marcó.

Son tiempos convulsos –de guerras, populismos, desigualdad feroz, crisis espiritual– y su figura se convirtió en un faro para algunos y un blanco para otros. Francisco dejó huella. Y esa huella incomoda.