* Por Facundo Beltramone. Economista rosarino. Columnista de Radiópolis Weekend, por Radio 2 

Imaginemos por un momento que cerramos el comercio entre países. Cada nación tendría que fabricar todo lo que necesita: alimentos, ropa, tecnología, medicamentos, repuestos, energía. ¿Parece posible?

Por ejemplo, el celular que tenés en la mano o la computadora que está frente a vos: sus materiales y componentes provienen de decenas de países de distintos continentes. El litio para la batería puede venir de Argentina o Bolivia, el cobalto de Congo, el silicio de China, el diseño de Estados Unidos, las pantallas de Corea, los chips de Taiwán y los ensamblajes de India o Vietnam. Es el mundo cooperando para que algo funcione bien, sea accesible y evolucione rápido.

Si solo consumiéramos lo que viene de Argentina, no habrías escuchado a los Rolling Stones, ni podrías ver Netflix o YouTube. No habría Copa Libertadores ni Copa del Mundo. Campaz no jugaría en Central, ni Keylor Navas en Newell’s, ni Cavani en Boca, ni Borja en River.

El mundo no habría conocido a Maradona, a Messi, a Di María ni a Piazzolla. Ellos también son parte del comercio.

Si es tan buena la idea de proteger la economía, ¿por qué no llevarla más lejos? ¿Y si cerramos el comercio entre provincias? Santa Fe ya no podría comprar vino de Mendoza, ni Buenos Aires yerba de Misiones. ¿Y si cada ciudad se aísla? ¿Y si cada familia tuviera que arreglárselas sola?

Pensá en vos mismo. Sin comercio, tendrías que hacer tu propia ropa, cultivar todos tus alimentos, construir tu refugio, fabricar herramienta. Te duele una muela y, ¿qué carajo hacés si no sos dentista?

El comercio no es solo intercambio de cosas: es intercambio de capacidades, de conocimientos y de tiempo. Comerciar menos es producir menos, aprender menos, y vivir peor.

Y aunque se defienda la idea de un arancel con un motivo estratégico, no se puede desconocer que siempre trae asociada una pérdida de eficiencia y calidad de vida.